Llévame a Estados Unidos, dices,
llévame a ritmo de jazz donde las carreteras caen desde las bocas de yonkis desnudos y las montañas son los pechos de las putas más voluminosas.
Cántame al alba con voz de negro y córtame las espigas de los ojos para ponerlas en tu solapa en tu Cadillac prestado de instituto azul todo es azul
y las calles exhalando aire que es bruma que es aliento también;
en Nueva York hay un tren monodireccional que pasa tan rápido
y rebosante de náusea
un Hollywood interurbano que extenúa y corta el aliento.
Llévame a California, dices, a seguir el camino de los beats y a fornicar en esquinas de piano sucio, sombrero en el regazo cañón del colorado en el bolsillo derecho y una autopista psicotóprica en los zapatos. Arráncame el espíritu crítico y destrózame la razón entre amish idiotizados y hordas de antiguas bellas sureñas momificadas en silicona y mil capas de maquillaje barato.
Cásate conmigo en las Vegas y acabemos la noche borrachos de ginebra admirando parís, que ya no es tu parís porque ha muerto, agárrate a los huevos de superman y acaba con todos los héroes de un fastuoso ejército, entiérralos con una cohorte de animadoras que lloren su muerte, huye a las Bahamas y erige un monumento fálico a los campos de algodón del sueño americano.
Llévame a ver el skyline, dices,
a sentir a ritmo de blues cómo nos pesa el tiempo como poemas inconclusos en la maleta y a ver cómo un rebaño de adictos explota en el horizonte y nosotros testigos de cómo creen cómo nos crean cómo revientan en una imagen que en nuestras retinas siempre será tan bella como las trompetas resonando mientras nosotros presenciamos la caída del imperio.