29 de julio de 2007

Vivisección de un pastel de zanahoria

A las 5, en Brighton,
estoy harta de tanto museo.

No ha sido memorable,
pero tus palabras de esta mañana
me han dado la paz interior de haber realizado
una buena obra.

Ya tengo carta blanca para los próximos dos meses.
He compensado.

Está de moda ser vegetariano.
Qué bien.
Yo ahora me estoy comiendo los intestinos del bizcocho,
y estoy leyendo a Frank,
nuestro abuelo.

Si pudiera, cortaría las líneas telefónicas del mundo.
Me pregunto cómo lo consigues tú cada mañana.

Ya he llegado al útero.
Una pequeña zanahoria se abraza a una trompa de falopio
y me pide llorosa que no la pinche.

La engarzo gentilmente en el tenedor y me la meto en la boca.

Una acción buena compensa otra mala:
dejo vivir a otra pequeña zanahoria;
el pastel estaba preñado de gemelas.

Por algún motivo,
después de haber cometido esta atrocidad sin inmutarme,
sigo acordándome de hace dos años.
Ahora son 23.

Es estúpido cómo pasa el tiempo.

26 de juliobre

Disculpenme la falta de acentos,
estoy en tierras barbaras



En la tele cuatro intelectuales discuten
el ultimo libro de Harry Potter,
y fuera llueve.
Tambien hay una pelea.

La moqueta de esta habitacion me recuerda
a cuando el mundo era una burbuja.
Ahora es todo secretismos,
contraseñas
y megacorporaciones que parecian de coña
en los libros de hace 20 años.

Tu y yo cada dia hablamos menos.

Nos estamos yendo a la mierda.

A la chica del pelo teñido

Tienes cara de estar enferma.
Los bordes de los piercings rebosan pus
y la anorexia te cae chorreando
por el bajo
de los pantalones.

Pero la luz sobre la mitad rosa de tu pelo
tiene un efecto increíble a las 6 de la tarde.

25 de julio de 2007

- Papá, ¿pero por qué no has cogido la línea cuatro y luego has cambiado
en Avenida de América a la siete para ir? ¿No ves que es más rápido?

- No, pero yo lo he hecho por lo seguro, ¿no ves que es una
línea recta?

- Pero es que lo que yo te digo es lo seguro.



La mujer-rojo de las sandalias plateadas iba subiendo -o bajando- las escaleras de manera especialmente lasciva a pesar de su falta de interés por la moda de nueva temporada y su exceso de décadas para el público presente.
Al llegar al andén, se sentó y sacó una revista del bolso.

- No aguanto a la de recursos humanos, tía. El otro día estaba tocándose
las narices y luego, claro, parece que soy yo la que no hace nada.

- Es que no haces nada.
- ¿Cómo dices?
- No haces ni la infinitésima parte de tu trabajo. Si no te dedicaras a reptar
por las paredes todo el día te apreciarían más. No sé a quién se
le ocurrió contratar a una babosa.

- Eres una intolerante.
- Y tú una babosa.


Pasaba las páginas enseñando cada uña en la pasarela Cibeles. Princesas. Princesas. Duquesas y condesas. Princesas embarazadas.
Ex princesas.
La página 56 hizo una pequeña cabriola y la señorita en la playa le guiñó un ojo al que iba sentado a su lado. Él, todo un caballero, se levantó el sombrero y esbozó una sonrisa.
Por desgracia, aquel bonito comienzo se vio truncado por el redoble de las sandalias de la señora-rojo: se cuadró, cerró la revista y emprendió una marcha nupcial hasta las escaleras de salida. Una vez allí se relajó, pasó páginas de la revista hasta encontrar al señor que anuncia los colchones y le hizo una carantoña.

El taquillero, que no había perdido detalle de la escena, salió corriendo detrás de ella. Se tropezó con una papelera y un taxista malintencionado le arrancó un botón de la chaqueta según hacía un sprint en el paso de peatones.

Con la lengua y los jarapos por fuera, el taquillero rodeó a la mujer-rojo, le colocó una mano en la cintura y otra en la espalda, miró a ambos lados y le dio un beso filmado por Truffaut.

Los pelos de ella se levantaron en armas y la revista se le cayó al suelo, con tan mala suerte que se abrió por la página 45, la del anuncio de colchones. El señor que anuncia los colchones miraba muy cabreado al taquillero, quien de repente se dio cuenta de que en lugar de "Flinman-plín: descanso orgánico sin fin" se leía... "Como vuelvas a tocar a mi señora te corto los cojones, cabrón".

El taquillero, su chaqueta y su ojal huérfano se pusieron pálidos y, haciendo una reverencia à la Tudor y escondiendo con gran estilo el rabo entre las piernas, volvieron desgastando la acera a la cueva de la que habían salido.

Sin lugar a dudas, el taquillero permaneció espantado el resto del día.