A Eulalio siempre le había costado mucho hablar sobre la guerra. Solía contar que una bala le había rozado en el brazo el día de su cumpleaños. Cuando su biznieta le preguntaba cómo era la guerra, solía recordar y contar la historia de la bala. No contaba la verdad, que sólo conocía el marido de su nieta. Los dos se parecían mucho: callados, oscuros y fríos, como una noche de posguerra.
Eulalio siempre pensó que la guerra había sido dura: no fue una guerra por dinero, fue una guerra por la libertad, hermano contra hermano. Se alistó al ejército rojo como voluntario. Se fue a luchar al frente dejando atrás a su mujer y sus dos hijos.
La república iba poco a poco perdiendo territorio, y su mujer y sus hijos tuvieron que irse, tuvieron que huir de su casa y refugiarse en Valencia, donde el gobierno de la república se había trasladado; pero dos años después ni siquiera la costa era suficiente para estar a salvo. Entonces volvieron a Madrid, al frente, a buscar a un hombre cuyas cartas se habían perdido hacía mucho, un hombre que quizá ya estuviera muerto. Le encontraron en un pueblo madrileño. Alquilaron una casita y vivieron a tan sólo tres kilómetros de donde caían las bombas. Era una casita encantadora. Los niños iban a las escuelas del frente. Eulalio incluso tenía un amigo ruso, de los brigadas internacionales. El ruso solía llamar a Eulalio “padre”, porque todos le conocían por su apellido, Fraile, y el ruso pensaba que era un cura. Y el ejército siguió luchando hasta que todo estuvo perdido.
Después llegó un edicto. Todos debían volver directamente a los lugares en los que vivían antes de la guerra. Y todos volvieron a casas destruídas, volvieron a las tripas vacías y a los niños llorando, volvieron a la esclavitud.
Y en cuanto Eulalio y su familia llegaron a su pueblo, la policía fue a buscarle. Él salió para ver que querían; le ordenaron que fuera con ellos, y fue. Le metieron en una habitación del ayuntamiento y le pegaron palizas hasta dejarle inconsciente. Luego le pegaron aún más. Nunca se lo contó a nadie excepto al marido de su nieta, con los ojos llenos de lágrimas mientras contaba la historia. Probablemente serían las mismas lágrimas de rabia que cuando le estaban pegando: era socialista y por eso estaba desnudo y le estaban dándo una paliza; era socialista y por eso le habían dejado inconsciente. Y a saber qué más.
Después de eso, nunca volvió al lugar donde había nacido. Esta era España después de la Guerra Civil. Esta era cualquier persona en cualquier lugar después de cualquier guerra.
Cuando acabaron con la paliza, le mandaron a la cárcel en una ciudad. Su mujer, Josefa, también fue sentenciada por bordar una bandera republicana. Él tenía que cumplir un año, su mujer sólo seis meses. Los niños se quedaron con alguien, era lo que pasaba en esa época: padres ausentes, escuelas católicas y hambre. Luego soltaron a su mujer. Justo cuando la dejaron marchar se presentó en la cárcel de hombres para ver a su marido. No era el día de las visitas. Dijo su nombre al guardia, y éste fue a comprobarlo. El guardia se dio cuenta de quién era, y de que la acaban de soltar de la cárcel de mujeres una hora antes. Aún así, no fue demasiado duro con ella y la dejó entrar. Josefa tuvo suerte, había gente a quien mataban por menos de eso.
Después de la cárcel, Josefa se dedicó al estraperlo e hizo algo de dinero. Los niños y ella estuvieron viviendo aquí y allá, trabajando a veces para unas gitanas. Luego le dieron trabajo como repartidora. Todo iba bastante bien, hasta el día que la dijeron que habían matado a su marido durante una fuga.
Ocurrió durante una noche oscura y fría. Normalmente, las noches son oscuras y frías después de una guerra, ya sea verano o invierno, ya esté nublado o haya una enorme luna blanca. Una liger brisa barría la ciudad. Era tarde, no había nadie, no se escuchaba nada. Sólo leves chapoteos que venían del río, quizás fueran los peces. Era una noche tranquila. Y de repente, los disparos. Y los gritos. Y más disparos. Disparos hasta que todos menos uno estuvieron muertos. Y luego el río llevaba la sangre roja de los cadáveres que ya se habían hundido.
Todos habían muerto, las noticias corrieron como la pólvora y llegaron a Josefa. El pelo se le volvió blanco y dejó de tener la regla con tan sólo treinta años. Dicen que puede pasar después de una gran impresión. Al día siguiente fue a la cárcel, a preguntar. Le dijeron que había habido una fuga la noche anterior, que los prisioneros habían estado planeándolo durante días. No la dejaban pasar, pero le dijeron que habían quedado un par de hombres, y que uno de ellos era su marido. Esa noche, Eulalio se había quedado en la celda. Solía decir que no había que confiar en nadie que no fuera uno mismo. Que había que ser paciente. Y él esperó, y a él no le mataron los soldados que estaban esperando al otro lado del río. En realidad había sido una fuga preparada por los propios carceleros. Él les había dicho a sus compañeros que él no iba a arriesgar su vida sólo por no esperar un mes. Eulalio siempre había tenido algo de adivino... incluso podía predecir el tiempo mirando las estrellas. Y parece que aquella noche oscura y fría leyó la palabra muerte escrita en el vacío firmamento de posguerra.
28 de diciembre de 2005
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1 comentario:
Hola, he llegado a este diario por la recomendación de un amigo y me ha gustado mucho. Este texto me parece muy bueno. Soy de Alicante, donde huyeron republicanos de toda España porque el gobierno les prometió unos barcos para ir al exilio. No hubo barcos para todos (el último fue el mítico Stanbrok), así que los que quedaron fueron conducidos a sendos campos de concentración que había en la provincia. Hay una película reciente que trata este tema, "Para que no me olvides", que está bastante bien.
Bueno, me despido. Un saludo, Alex.
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