22 de diciembre de 2005

Oktober in Berlin

Lo primero que vi de Berlín fue la estación de metro de Alexanderplatz. Eran las nueve de la mañana, había palomas en el metro y tenía ganas de vomitar. Había llegado unas horas antes pero todos mis recuerdos eran calles oscuras, vacías, la puerta de Brandenburgo y la hoz y el martillo en las oficinas de Aeroflot. Habíamos pasado la noche en un albergue de Rosenthalerplatz, una zona que me acojonó. Al día siguiente intentamos conseguir que alguien nos dijera cómo llegar a nuestras respectivas residencias. Lo primero que vi al bajar en la parada de metro de Tierpark fue un edificio altísimo de color azul y un McDonald’s. Hacía fríocalor, la maleta pesaba, el conductor de autobús no sabía dónde tenía que bajarme y yo tampoco lo sabía. Así que no aguanté más que una parada en el 296. El resto lo hice a pie, arrastrando una maleta sin ruedas y parando de vez en cuando para beberme un zumo que me había mandado mi madre. La estúpida sensación de inmunidad que da el llegar a una ciudad donde nadie te conoce te hace actuar como si fueras una estrella del rock con vaqueros de veinte euros. La mejor palabra para definir la residencia, y el barrio en general, era socialista. Maravillosas avenidas peatonales con árboles a los lados y ni una sola farola. Colosos de hormigón apuntando al cielo con suelos de PVC. Y ese olor tan característico que sólo tienen las residencias de la unión de estudiantes de Berlín y el aeropuerto de Schönefeld: olor a puré de patatas del Lidl mezclado con calefacción central y un poco de stalinismo. Mi balcón, porque tenía un balcón, daba a un parque, y más allá, a otra hilera de edificios exactamente iguales que el mío. Y entre medias, una fábrica de comida y una tienda de pintura. Bienvenido a Sewanstrasse.
El primer día allí hizo sol, se nubló, llovió e hizo frío. Andrés se perdió, y yo no era capaz de encontrarle. Estaba mala, quería vomitar y creo que nunca antes me había sentido tan sola. Compré un edredón y una lámpara, los únicos “muebles” que tuve en la habitación durante un par de semanas. Mi casa era una vivienda vacía de tres habitaciones en la que sólo dos puertas se abrían.
Días después llegó Kasia. Una polaca de pelo bicolor que vino con padre, madre, novio y veinte mil maletas. Antes de verla a ella vimos su toalla, su jabón y la comida que había dejado en el frigorífico. Pensábamos que era un hombre, pero no, sólo le gustaba el bacon. Meses después me contó que se había puesto muy triste cuando sus padres se tenían que ir, así que le compraron unas botas caras para que pasara el mal trago con clase en los pies.
Después llegó Andrea, una eslovaca pequeñita y muy salada. Estudiaba medicina y había pasado el verano trabajando de socorrista en Estados Unidos. Nuestro primer acto social como compañeras de piso fue ver It. Por pirmera vez en mi vida vi una película de miedo, dormí sola y no desperté con un ataque de pánico. Pero sólo ha pasado esa vez.
En aquella época fue cuando comenzó mi afición a abonarme a periódicos durante el periodo gratuito de pruebas. Alguien me había convencido para que lo hiciera , un señor que llamó a la puerta de nuestra casa. Y dos días después volví a abonarme al mismo periódico porque un numetalero pasado con un broche de abuela en la perilla grasienta me había pedido por favor que me abonara... su trabajo estaba en juego. Volví a hacerlo. De hecho, creí que estaba empezando a tener una adición. Todo desapareció cuando empezaron a pedirme dinero por el periódico. Y meses después un empleado del mismo periódico me falsificó la firma.No recuerdo cuánto tardé en pisar el oeste de Berlín, pero al llegar allí me poseyó el espíritu comunista y decidí disfrutar del encanto marxista reinante entre Tierpark y Alexanderplatz, con alguna incursión a Allee der Kosmonauten, una avenida de nombre precioso y ninguna farola, en la que me perdí intentando encontrar la residencia donde vivía Andrés. Era ya de noche, no teníamos teléfono ninguno de los dos y yo me bajé en la parada de tranvía que mejor me pareció. El resto lo hice andando. Un borracho me llamó puta, una mujer no sabía dónde enviarme y acabé metiéndome en los jardines de un hospital victoriano. Al final me encontré con un hombre que me llevó a la puerta de la residencia. Siempre es bueno confiar en los desconocidos, son más altruistas que la gente a la que ya conoces.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Que perdido e indefenso! Que mínimo se siente uno cuando juega fuera de casa!

Te ves solo, asustado, y con la guardia alta en todo momento. Observas con recelo todo lo que te rodea.

Y al final... no pasa nada malo.

LLegaste, viste, y venciste Silvia.

Anónimo dijo...

Una definición perfecta del olor. Según voy leyendo puede venirme el recuerdo de ese olor tan característico, y si, podría llamarse stalinista, aunque nunca he visitado Berlin, si que conozco otras ciudades de la antigua unión soviética.

Anónimo dijo...

Muy bueno el relato y muy bueno el estilo. Yo estuve en Berlín el año pasado y lo he revivido ahora mismo con el relato, la manera en que llueve, nieva, se espesa la niebla y hace sol cada quince minutos, el rumor de rocío por las calles mojadas...

Anónimo dijo...

Espero q lo de q te acojonara la zona de Rosenthaler Platz fuera el 1er día xq no tiene nada raro. Xa acojone pásate a partir de la primavera x el Tiergarten x los alrededores de Hansaplatz!

silvia dijo...

Sí, fue sólo el primer día. Llegué un poco tarde y estaba todo muy oscuro...