Ignacio Manzano volvió a Alcaudete después de haber pasado bastantes años trabajando en París.
Encontró el pueblo algo cambiado: un par de coches nuevos allí y unas tapias renovadas detrás de la plaza. Había algunas casas nuevas, todas de color amarillo crema. Se respiraba el silencio.
Paseando por las calles con aire de indiano triunfador y saludando a las señoras que cosían aburridas en las puertas, se dirigió al taller de su primo Enrique.
Era lo que hacía cada mañana desde que se había jubilado y había regresado al pueblo. A acabar tranquilo, quizás. Sin trenes, motos ni gritos.
- ¿Qué tal, primo? – preguntó Enrique al oírle entrar.
Enrique estaba afanado en un amasijo de carne que yacía sobre una mesa.
- Pues tirandillo, ya sabes. El reúma va mejor.
- Sí... empezamos a hacernos mayores.
La pierna metálica de Enrique repiqueteó en el suelo mientras se daba la vuelta.
- Ven, acércate, ya los tengo casi acabados.
Ignacio Manzano se acercó a la mesa de trabajo. Se detuvo unos segundos a contemplar la obra de su primo. Boquiabierto, exclamó:
- Enrique, ¡te has lucido! ¡Parecen gemelos! Hay qué joderse qué maña tienes en esas manazas. Marisa va a ser muy feliz el día de la madre.
- Sí... Ya sabes que lleva muchos años queriendo tener hijos. Es mi manera de “solventar” el problema.
- Ya... Es que manda cojones. La cosa esa de la explosión y todos castrados. O estériles. O como sea. En Francia era igual.
- A veces pienso que es triste que la humanidad acabe con una generación como la nuestra.
Silencio.
- No nos pongamos dramáticos, primo. Todavía queda gente. Y jóvenes, los de treinta y cinco. Anda, genio, explícame cómo has hecho para que parezcan bebés de verdad. Hacía muchísimos años que no veía ninguno. Desde Nando el hijo de Adela. Ese fue el último bebé que vi nacer.
- Tiene que ser frustrante para un ginecólogo, ¿no?
- Bueno, primo, ya sabes que no me fue mal. En París yo diría que la menopausia es una plaga... y esas también me dan de comer.
- Pues la verdad es que no fue muy difícil lo de los bebés. Sólo me hizo falta mucha paciencia, unos litros de esmalte y 50 kilos de carne de cerdo.
- Ah, pues te han quedado de órdago.
- Sí, estoy muy orgulloso. Tantos meses de trabajo han merecido la pena. Ya verás qué contenta Marisa mañana... El niño se va a llamar Pablo, como su abuelo. Y el nombre de la niña aún no lo he decidido.
- ¿Qué te parece Brigitte?
- Es bonito. Sería un buen nombre para mi hija. Brigitte Ramírez. Si hasta parece una artista, ¡coño! Una pena que no vaya a crecer nunca.
Los primos se miraron durante exactamente cuatro segundos y medio.
- Oye primo, ¿y crees que podrás fabricarme unos bebés para que se los pueda regalar a Carmen yo el año que viene?
- Descuida, que al año que viene tu Carmen se despierta el día de la madre con un par de críos a los pies de la cama.
- Muchas gracias, Enrique. No sabes el peso que me quitas de encima. Siempre quise ver parir a mi mujer; al menos me quedará el consuelo de verla al lado de una cuna.
- De nada.
Se quedaron mirando fijamente a la ventana. Con disimulo, Pablo pegó una leve patadita.
- Ignacio...
- ¿Sí?
- ¿Qué quieres que sean, niños o niñas?